La señora Juana

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Al enterarme de la muerte del señor Antonio tras ver la esquela que habían puesto a la entrada de nuestro portal y antes del entierro, subí a hablar con su mujer para darle el pésame. Poco me esperaba yo el recibimiento que iba a experimentar. 

Con la tristeza de perder a alguien que había llegado a querer, llamé a la puerta y me abrió una hija. Le dije cuánto sentía el fallecimiento de su padre y que venía a dar el pésame a su madre. Me pidió que pasara y me llevó al comedor. Para mi sorpresa, estaba lleno de familiares que, como yo, intentaban consolar a la viuda y a sus hijos. Allí, en medio de todos los reunidos, la muchacha me dijo con un tono un poco duro: “Mi madre dice que tú rezaste con mi padre antes de morir, ¿cómo puede ser eso? Sólo los curas rezan por las personas”. 

Dios trajo palabras a mi mente, como si me empujara sin querer en medio de una muchedumbre sedienta de buenas noticias, y en medio del sencillo comedor pude compartir que Jesús con su muerte nos había abierto las puertas a la presencia de Dios Padre y todos podíamos hablar con él libremente. Que podíamos tener la esperanza de vivir con él para siempre en las moradas que Jesús preparaba para los que le aman si confesábamos nuestros pecados y le aceptábamos como Salvador. Eso era lo que había hecho el señor Antonio mientras yo oraba con él. Todos se quedaron sorprendidos, deseosos de que eso fuera verdad, pero con la incertidumbre de alguien que nunca ha oído un mensaje tan desconcertante antes. 

Salí de allí alabando a Dios por su misericordia y confesando mi cobardía y falta de fe. Me gustaría poder decir que era una evangelista valiente, presta a compartir con los demás el evangelio de Jesucristo, pero no era así. Era una creyente que sufría por ver las almas perdidas y por no saber cómo acercarse a ellas y ofrecer de una forma natural la esperanza que Dios nos ofrece. Pero en esas circunstancias Dios me iba mostrando que era Él quien preparaba el camino, a las personas y quien me estaba preparando a mí.

La señora Juana se puso muy enferma a los pocos días del entierro y su hija se la tuvo que llevar a vivir con ella. Fue ingresada en el hospital bastante pronto. Mi marido y yo la visitamos varias veces y oramos por ella. En ese tiempo en que disfrutábamos hablando de la Biblia y de las promesas de Dios, yo me imaginaba a esta mujer volviendo a casa y comenzando a asistir a nuestra iglesia cada domingo. Me la imaginaba cantando con las manos levantadas al cielo en inmensa gratitud por la salvación recibida. Eso me alegraba mucho.

Pero le descubrieron una enfermedad en la sangre y a pesar de varios ingresos, su salud se fue debilitando poco a poco hasta que un día nos enteramos de que había fallecido. Aquella fue mi primera desilusión con Dios. No podía entenderlo. ¿Cómo era posible que Dios se la llevara si yo ya la veía en la iglesia cantando con los brazos hacia el cielo? Me sentía fatal, desconsolada y desilusionada con Dios.

Cuando me enteré, no podía dejar de llorar. Mi marido y yo fuimos a ver a la familia al tanatorio. Su hijo salía por la puerta cuando nosotros llegamos y no pude por menos que echarme a llorar de nuevo. Nunca olvidaré las palabras de un ateo que reprendieron mi corazón: “No llores, si lo que les has dicho es verdad, mis padres están ahora disfrutando con Dios.”

Entonces pude verlo, la señora Juana delante de Dios cantando con los brazos levantados, agradeciendo la salvación inmerecida que había recibido al creer en Jesús.

Y es que a veces Dios usa a aquellos que no creen para mostrarnos nuestra falta de fe. En su misericordia nos reprende para que recordemos que Él es Dios y hace lo que quiere. Y lo que quiere siempre es lo mejor.

Nunca podré agradecer lo suficiente las lecciones que aprendí con esta pareja. Un día espero poder encontrarlos en el cielo y compartir todas estas cosas que durante años he atesorado en mi corazón y ahora quiero compartir con quien desee leerlas. 

A Dios sea siempre toda la gloria, la honra y el honor.

COMPANION

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