El señor Antonio
El señor Antonio vivía con su mujer y su hijo en el piso encima del nuestro. La señora Juana, su mujer, fue la primera vecina de verdad que tuve desde que nos casamos. Yo estaba acostumbrada a las amistades de barrio donde los niños entran en las casas con libertad; todos te conocen por tu nombre y no dudan en informar a los padres de cualquier conducta indebida de sus vástagos, con la seguridad de que recibirán la amonestación adecuada.
Me había criado en una calle donde los vecinos eran casi como parte de la familia extendida y donde, incluso las vecinas más gruñonas, a las que temíamos todos los niños, tenían un papel fundamental en la educación de cada uno de los pequeños.
Cuando me casé, me fui a vivir a lo que entonces era la parte más moderna de la ciudad. Comenzamos viviendo en el 10º piso de una torre que sobresalía entre otros edificios que miraban al cielo. Luego nos trasladamos a un bloque en el que los vecinos te saludaban con educación al entrar y salir del ascensor, pero cada uno vivía su vida sin preocuparse por las necesidades de nadie más.
Finalmente, compramos un pequeño apartamento que reformamos en el bajo de un edificio antiguo, o más bien debería decir viejo, que formaba parte de otro mundo diferente al que hasta entonces había conocido.
Allí, justo encima de mí, vivían el señor Antonio y la señora Juana. Ella era una mujer seria, pero amable que solía recordarme con firmeza cuándo me tocaba hacer la limpieza de las escaleras. No hablábamos mucho, hasta que nació mi hijo pequeño. Entonces se presentó en mi casa con un trajecito de verano que había comprado para él. Eso ganó mi corazón y desde entonces comencé a mirar a esta mujer de otra manera.
Frente al descansillo de su casa vivía una mujer soltera cuya cabeza no funcionaba del todo bien. Todos temíamos que llamara a la puerta de la casa porque una vez que abrías era bastante difícil librarte de ella. Se metía en el comedor a contemplar al recién nacido y no había manera de sacarla de allí. A veces entraba en casa del señor Antonio y la señor Juana y con el descaro de alguien que no está en su sano juicio, les preguntaba si tenían algún trozo de ese queso tan bueno que vendían en el supermercado del extremo de la calle. La señor Juana, que no dejaba de ser una mujer caritativa y generosa, le ofrecía un buen trozo de queso con un pedazo de pan. La vecina preguntaba a veces a cómo estaba ese delicioso manjar, para terminar declarando que era demasiado caro para ella y que se conformaba con probarlo de vez en cuando en la casa de la señora Juana. Cuando la vecina enfermó, la señora Juana me enroló en la tarea de preparar comida para la enferma, haciendo turnos con ella, hasta que la llevaron a una residencia.
El señor Antonio era un hombre que había sido encargado en una de las fábricas de la ciudad. Conservaba ese porte autoritario que tiene alguien que supervisa el trabajo de los demás. Era alto y fuerte, siempre con traje y camisa y el cabello bien peinado. Lo cierto es que imponía un poco, pero era un vecino amable y educado.
Cuando fuimos cogiendo confianza, el cariño que sentía por mis vecinos me llevó a querer compartir con ellos mi tesoro más preciado: la fe en Jesucristo. Empecé poco a poco, para no asustar. Así un día les daba un folleto, otro un evangelio, en Navidad me gustaba regalarles el famoso calendario de taco de la Buena Semilla… En fin, iba compartiendo mi fe con ellos sin imposiciones, pero deseando y orando que un día estas personas pudieran disfrutar del gozo del Salvador.
Un día el señor Antonio dejó de salir a la calle. Al poco me enteré de que estaba enfermo. El cáncer de próstata que había sufrido años antes había vuelto y rápidamente comenzó a hacer estragos en este corpulento hombre.
Mientras oraba por él cada día, sentía la necesidad de hablarle una vez más de la fe en Dios, de animar a este hombre con la realidad de que la vida no acaba con la muerte, que hay esperanza para los que creen en Jesús. Pero de la misma manera que el pensamiento venía a mi mente, se iba. Por una parte porque no sabía cómo acercarme a un enfermo moribundo sin dar la sensación de venir a traer las malas noticias de que su vida se acababa. Por otra, porque tenía temor de cómo iba a reaccionar al mensaje. Pensaba en ello cada día y pedía a Dios que me abriera una puerta para compartir una vez más con el señor Antonio.
Un día, vi salir a su hijo del piso y le pregunté cómo estaba el enfermo. Me dijo que muy mal, que no le quedaba mucho tiempo. Me sentí fatal, quizás había esperado demasiado. Pedí perdón a Dios y oré dentro de mí que si quería que hablara con este hombre me diera la oportunidad y la valentía para hacerlo ese mismo día. Llamé a la puerta de su casa y la señora Juana me abrió la puerta y me pidió que pasara al comedor. Le dije que venía a ver al señor Antonio. El corazón se me salía del pecho por el nerviosismo de pensar cómo iba a compartir con este hombre el mensaje que llevaba para él.
La señora Juana me dijo que lo sentía mucho y que apreciaba mi preocupación, pero que no quería ya ver a nadie, porque su situación era tan mala y su salud estaba tan deteriorada, que no quería que nadie le viera así. Al oír estas palabras, descansé. A mi mente vinieron las palabras: “Señor, lo he intentado, si tú no has abierto el camino, es que no debía hablar con este hombre”.
Ya iba a despedirme cuando se oyó al señor Antonio preguntando débilmente desde la otra habitación que quién estaba allí. La señor Juana le dijo que yo había ido a verle, pero que ya me iba.
En ese momento el señor Antonio dijo: “No, que pase a verme”. Si no me dio un infarto en ese momento, fue por la gracia de Dios. Mi corazón volvió a latir como si quisiera salirse de su sitio. Al fin y al cabo, Dios sí me había enviado allí con un misión y la tendría que llevar a cabo con su ayuda.
Entré en la habitación. Había dos camas pequeñas con una mesilla en medio y un armario. Sobre la cama del señor Antonio colgaba un crucifijo. Él yacía en la cama del fondo. Entré, me senté en la cama al lado del enfermo y le cogí la mano. La figura de este hombre en la cama distaba mucho de lo que había sido aquel encargado de porte autoritario. Le pregunté que cómo se encontraba. Mientras me contaba que estaba muy mal, mi mente suplicaba a Dios que me diera palabras de sabiduría y sencillez para compartir con esa alma necesitada.
Mis ojos se desviaron hacia el crucifijo que colgaba sobre la cama. “Señor Antonio, ¿sabe usted lo que significa ese crucifijo?”, le pregunté.
“No sé muy bien”, me contestó. Y allí mismo, a través de ese símbolo que presidía la habitación, Dios me permitió compartir con el moribundo la esperanza del evangelio.
Pude explicarle que todos vivimos la vida como queremos, muchas veces dando la espalda a Dios y otras pensando que podemos ganarnos su favor a través de nuestras escasas buenas obras. Pero Dios es santo y justo y no puede pasar por alto nuestro pecado. Por eso para perdonarnos y cumplir al mismo tiempo su justicia, Dios envió a su Hijo Jesús a vivir una vida perfecta y a morir una muerte que no merecía para llevar sobre sí mismo el castigo que nosotros merecíamos. Jesús promete perdón y vida eterna a todo el que se arrepiente de sus pecados y acepta su muerte sustitutoria en la cruz.
El señor Antonio y su mujer me miraban con ojos desorbitados, como si les estuviera contando algo insólito e increíble.
Mientras cogía la mano de ese hombre, le dije que Dios le amaba y me enviaba para ofrecerle ese perdón que su hijo ganó en la cruz. Le pregunté si quería hablar con Dios allí mismo y pedirle que le perdonara y que le llevara a casa. Para mi sorpresa dijo que sí, y allí cogido de mi mano oró conmigo pidiendo a Dios perdón y reconociéndole como su Salvador.
Le dije que no sabía lo que iba a pasar con su vida, bien podía Dios sanarle o llevarle, pero que no le dejaría. Estoy segura de que el señor Antonio sabía bien que su vida se apagaba, aunque nadie quisiera reconocerlo. Oré por esta pareja allí, en voz alta, y los dejé delante del que mejor podía cuidarlos y consolarlos, fortalecerlos y perdonarlos. Les di un abrazo al señor Antonio y a su mujer y los dejé en casa tranquilos, aunque sorprendidos.
Al día siguiente, el señor Antonio fue llamado a su presencia por ese Dios al que acababa de aceptar.
Yo lloré de emoción al reconocer la gracia y la misericordia de Dios que me empujó a ir, a pesar de mis temores, a compartir el tesoro del evangelio con alguien que tanto lo necesitaba.
COMPANION
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