Estáte quieto, Alan

Cuando hoy leí de nuevo la historia del endemoniado gadareno, me llamó la atención el versículo 39 del capítulo 8 de Lucas. Para el que no conozca la historia le diré que este pasaje habla de la liberación de un hombre poseído por una legión de espíritus malignos. Jesús le sana y le pide que vaya y cuente a los suyos lo mucho que Dios ha hecho por él. Leer este pasaje me ha llevado a pensar que yo también debía contaros lo mucho que Dios ha hecho por mí, especialmente en estos últimos días.

La semana pasada tuve que ir al quirófano por un problema que tengo en el ojo derecho. Para el que no me conozca, sufro una condición bastante extraña llamada vitreorretinopatía exudativa familiar que, en pocas palabras, produce que el interior de mi ojo sangre. 

Dejadme que os cuente lo que pasó:

Llega el día de la intervención; entra en mi habitación un celador con una silla de ruedas. Mientras me subo, me doy cuenta de que ya no hay vuelta atrás. Lentamente me conduce a la sala donde me espera el retinólogo, mientras en mi corazón se está librando una batalla entre mis nervios y el sedante que me han inyectado antes de entrar. 

Según van avanzando en la operación noto cómo mi cuerpo se va tensando. “Alan, estate quieto” me dice el retinólogo, tratando de guardar la compostura. “Alan, por favor, no puedo continuar si te sigues moviendo. Por favor, estate quieto.”

De pronto, me encuentro en una consulta en Béjar. “Alan, estate quieto” me pide el oftalmólogo. Vuelvo a tener seis años y un señor me apunta con una luz en el ojo derecho. Es un jueves por la mañana. Estoy perdiendo clase de nuevo, solamente para que me vuelvan a hacer las mismas pruebas una y otra vez. Algunos de mis compañeros me envidian por librarme de la lección, pero ellos no saben que, en secreto, yo les envidio a ellos aún más.

Oigo al doctor hablando con mi padre. Le dice que estoy perdiendo y yo entiendo que eso es malo. Como no saben qué me está sucediendo, me envían a otro especialista en Valladolid. Este no sólo me apunta con una luz, sino que también quiere verter una sustancia muy dolorosa en mi ojo. 

“Alan, tienes que estarte quieto, porque si no, te voy a tener que echar el colirio otra vez,” me reprende el doctor. Yo lo intento con todas mis fuerzas, pero el líquido que me está echando me produce un escozor insoportable. Insiste una, y otra, y otra vez hasta que por fin no tengo más opción que rendirme. 

Ha habido muy pocas ocasiones en las que haya visto a mi padre llorar de verdad. Ese día, mientras trataba desesperadamente de consolarme entre sus brazos, viendo mi sufrimiento, mi padre lloró como nunca le había visto llorar.

“Alan, estate quieto” me ordena el retinólogo, y vuelvo al presente, a la mesa de operaciones donde están ultimando detalles antes de ponerme la inyección. Pero esta vez, me encuentro con otra persona. A parte de mi médico, las enfermeras y las estudiantes de prácticas, siento que hay alguien más dentro de esa sala. De repente, oigo una voz que me habla al mismo tiempo que mi retinólogo:

“Alan, estate quieto y conoce que soy Dios” son las palabras que resuenan en mi cabeza.

De pronto, los nervios se transforman en una profunda calma que invade todo mi cuerpo. La tempestad y las aguas turbulentas se convierten en apacibles ríos de agua viva. Las enfermeras me ponen otra dosis de anestesia. Finalmente, el médico realiza el procedimiento sin ningún problema.

Esta mañana sentí que, al igual que el gadareno, el Señor quería que compartiera mi historia y aquí estamos. Ahora bien, si estoy contando estas anécdotas, que son bastante personales, es porque seguramente la gran mayoría de las personas que estáis leyendo esto que estoy escribiendo habéis pasado o estáis pasando en el presente por algún tipo de prueba que, como a mí en el quirófano, parece insoportable. Y es que las navidades pueden ser fechas en las que muchas personas sufren por algún tipo de pérdida, necesidad, soledad o estrés.

Estés en la posición en la que estés, si el trabajo es demasiado; si las cuentas no te cuadran; si ese deseo por el que llevas trabajando durante mucho tiempo no se cumple, o simplemente si te encuentras solo en estas fechas, me gustaría compartir contigo este mensaje de parte del Señor: 

[…] estad quietos, y conoced que soy Dios [...] - Salmo 46:10

Hace poco mi madre me regaló un recordatorio con este versículo ¡y cuánta razón tenía! Muchas veces nos cuesta parar y descansar en que Dios tiene control de todo y que Él quiere lo mejor para nosotros. En definitiva, nos cuesta confiar en Él.

Si no conoces a Dios, te preguntarás cómo puedo estar tan seguro de esto. La razón es que Dios envió a su Hijo a la tierra en la primera Navidad para vivir la vida ejemplar que nosotros no podíamos vivir y morir en una cruz en nuestro lugar para que podamos tener una relación con Él y para que podamos recibir su gloriosa paz, que calma todas las tormentas. 

Así que, recordemos a Cristo estas navidades y estemos quietos, porque Él es Dios.

Alan Cook