El señor Alfonso
Si te perdiste la primera parte de la historia, puedes leerla pinchando aquí.
Segunda Parte
Al día siguiente de mi visita, me llamó Jorge en cuando llegó a su trabajo para decirme que algo había pasado en su padre. Había descansado durante la noche y por la mañana, cuando fue a despedirse para irse a trabajar, su padre, que llevaba días suplicándole que no se fuera cada vez que entraba a despedirse, esa mañana le había dicho: “Vete tranquilo, todo está bien.” Jorge estaba asombrado y emocionado cuando me llamó y yo no pude por menos que ponerme a llorar también: “Y si Dios de verdad hubiera tocado a este hombre.” Ese día, cuando fui a su casa con un puré que le había preparado y le encontré acostado en su cama, le pregunté cómo estaba y me dijo que bien, que estaba en paz. Le pregunté si quería que siguiéramos hablando de Dios y me dijo que sí. Comencé a leer con él pasajes de los evangelios y a compartirle las promesas de Dios para sus hijos. El señor Alfonso me escuchaba como la tierra seca que anhela el agua de lluvia. Me miraba con dulzura y sonreía cada vez que yo le hablaba del amor de Dios y de su perdón, de su sacrificio en la cruz por nosotros…
Fueron muchos más días que los que el médico había dicho los que vivió este hombre. Fueron un regalo para mi vida, y creo que también para la suya. En esos días pudimos hablar de tantas cosas… Tantas promesas de Dios, preciosas realidades para el alma sedienta. Fue un privilegio y un regalo de Dios vivir estos momentos con esta querida familia. Nunca podré olvidar el día que entré en su habitación y le vi allí, tumbado en la cama, sereno y tranquilo, y le dije: “Buenos días, señor Alfonso, ¿cómo estamos hoy?” y su respuesta sí, “Bien, hija, aquí, con Dios”.
Pero el cáncer no perdona y rápidamente fue invadiendo el cuerpo y la mente de este hombre. En los últimos días fue perdiendo la cabeza y ya no era tan fácil mantener una conversación cuerda con él. De cualquier forma siempre había sido un hombre de pocas palabras. Pero uno de esos días, una tarde que fui a verle y estaba también su hijo, recuerdo que de repente se puso a gritar: “Mírale, mírale…” Y cuando le preguntamos qué veía, nos dijo: “Está ahí, sufriendo, póbrecito, está en la cruz… Y no lo merece,… Está ahí muriendo por mí…”. En sus alucinaciones, probablemente provocadas por la enfermedad y la medicación, veía a Jesús, muriendo en una cruz por él. Y este era un hombre que nunca jamás había mostrado ningún interés por Dios.
Aproximadamente dos semanas después, un domingo, Jorge me llamó para decirme que una enfermera que tenemos en la iglesia había ido a verle porque estaba inconsciente. Pasé por su casa antes de ir a la reunión dominical y llamamos a urgencias. Le dijeron que estaba mal y que no se podía hacer nada. Nuestra enfermera le puso un reservorio para poder ponerle la medicación que hiciera falta y nos fuimos. Ese día teníamos visita y varias actividades en la iglesia y como no sabíamos cuánto iba a durar esta situación, dejamos a la familia tranquila y quedamos a su disposición para que nos llamaran si necesitaban algo.
Por la noche volví a visitar a la familia. El señor Alfonso respiraba con mucha dificultad. Era una situación bastante angustiosa, así que decidimos volver a llamar al médico de urgencias. Vinieron, le pusieron oxígeno para que no sufriera tanto y dijeron que no se podía hacer nada más. Por la mañana habían llamado a su otro hijo que vivía lejos y por la noche ya estaba allí.
Eran las 12 y pico de la noche ya y veía el cansancio de la familia, así que les dije que iba a orar por el enfermo y que volvería por la mañana para estar con ellos. De esta forma todos podríamos intentar descansar un poco. Entramos en la habitación, no recuerdo bien quién estaba conmigo, sé que su mujer entró y se sentó en una silla al lado de la cama y Jorge estaba allí de pie. No recuerdo si su otro hijo estaba allí o no. Una vez más cogí la mano del señor Alfonso y le dije: “Señor Alfonso, me voy a casa a descansar un poco, pero le dejo en las manos de Dios. Volveré mañana, pero no sé si estará aquí todavía o si ya estará en casa con el Señor. Quiero que sepa que no debe temer. Cuando Dios le llame, saldrá a su encuentro y le llevará a la morada que ha preparado para usted en la eternidad. No tema, Jesús murió para pagar por sus pecados, ha sido perdonado, es hijo de Dios. Él le llevará de la mano y le guardará hasta el final. Y, por favor, cuando llegue al cielo, si ve a mi madre, dígale que la echamos mucho de menos.”.
Recuerdo perfectamente que estas fueron mis últimas palabras, y en ese momento el señor Alfonso dio un suspiro muy largo y profundo, y dejó de respirar. Yo estaba demasiado emocionada como para darme cuenta de lo que había pasado, pero su hijo, que estaba de pie mirando la escena dijo: “¡Ha dejado de respirar!.” Yo le dije que no, que no era posible, pero evidentemente el señor Alfonso ya no estaba, Dios le había llamado a su presencia en ese mismo momento.
Su mujer comenzó a gritar: ¡Se ha ido, se ha ido, se ha ido feliz, se ha ido feliz…! No sé por qué pero esa expresión quedó en sus labios y no dejó de repetirla esa noche a todo el que iba llegando a la casa. Llorando, gimiendo, pero sus labios no dejaban de repetir: “Se ha ido feliz”.
Volvimos a llamar al médico de urgencias que se presentó, confirmó la muerte y firmó el parte de defunción. Luego esos trámites indeseables de llamar a la funeraria y a la familia cercana ocuparon gran parte de la noche.
Y allí estaba yo, conmocionada, boquiabierta, triste y a la vez gozosa, agradecida de que Dios me hubiera concedido, a pesar de mi falta de fe, ser testigo de un poderoso milagro en la vida de una persona; de que Dios me hubiera permitido vivir una resurrección.
Este acontecimiento transformó mi vida. Reconozco que ha habido un antes y un después de la experiencia con el señor Alfonso. Dios me mostró poderosamente y de primera mano algo que creía en mi mente, pero no en mi corazón: que la gente necesita a Cristo y que nunca es demasiado tarde para que Dios traiga vida a un muerto. Me mostró que tenemos en nuestras manos el privilegio de llevar esperanza a la gente a la que el diablo tiene esclavizada por temor a la muerte y que, aunque no todos van a escuchar, yo no soy quién para decidir si lo harán o no. Mi responsabilidad y mi tremendo privilegio es compartir las buenas, buenísimas nuevas del evangelio de Jesucristo y dejar que Él haga el resto. Nada es imposible para Dios.
A Dios sea la gloria y el honor, Él es el dador de la vida y el que nos puede resucitar cuando estamos muertos en nuestros delitos y pecados. Desde esta experiencia, he aprendido a mirar a la gente y a esforzarme por ver no lo que son, sino lo que Dios puede hacer en ellos.
COMPANION