El señor Alfonso

Primera parte

Mi madre partió con el Señor el día 24 de mayo del 2011, después de año y medio postrada en cama. Fue un tiempo difícil para nuestra familia, pero también fue una oportunidad de ver la gracia de Dios cubriendo nuestras necesidades para cuidarla en casa día y noche.

Una mañana, cuando fui a levantar a su nieto más joven, el que se empeñó, los último meses de su vida, en dormir con la abuela para cuidarla, a pesar de su terrible situación, descubrí que ella ya no estaba. El Señor la había llamado a su presencia durante la noche y con nosotros solo quedaba el cuerpo que había sostenido a su alma durante muchos meses. 

La gracia de Dios nos llenó de paz en medio del dolor de la pérdida por la esperanza cierta de que mi madre estaba ya en su hogar celestial con su Señor. 

Todavía estaba experimentando el dolor de la pérdida cuando un antiguo amigo, una persona que había pasado muchos años en la iglesia, pero que hacía años había salido de ella, me llamó. Su llamada me sorprendió. Quería que visitara a sus padres. Al parecer, según me contó, a su padre le habían diagnosticado cáncer y en solo unas semanas la situación había empeorado considerablemente. Ese mismo día, el médico les había visitado en casa por una llamada a urgencias y les había dicho que solo le quedaban unos días de vida. No creían que saliera de esa semana. Mi amigo Jorge me suplicó que visitara a su padre, por si de alguna manera podía consolarle. Según él, al enterarse de que solo le quedaban dos o tres días de vida, su padre había entrado en un estado tal de ansiedad que no dejaba de llorar y gritar de angustia.

La verdad es que la primera cosa que se me pasó por la mente fue: “Yo acabo de perder a mi madre después de una terrible enfermedad y no estoy en disposición de enfrentarme de nuevo con la muerte”. Esperando disuadirle de su petición, le dije que yo no podía hacer nada más que compartir el evangelio con este hombre, esperando que, por la misericordia de Dios, pudiera entender la realidad de la vida eterna que hay en Cristo Jesús. No creí que Jorge tuviera interés en que yo fuera a hablar con su padre de Dios. Pero estaba equivocada. A pesar de que hacía años que no pisaba una iglesia, quedaba en él un reducto de fe que le hacía ver que eso era precisamente lo que su padre necesitaba en estos momentos. Sin embargo, la cosa era si yo estaba en condiciones de hablar con él, con el corazón todavía sufriendo la pérdida de mi madre.

Salí de trabajar a las 19:30 de la tarde y más por obligación que por deseo, fui directa a su casa. La verdad es que no tenía prisa. En casa solo tenía a mi hijo mayor, porque mi marido estaba de viaje, por eso pensé que podría ir unos minutos a ver al situación. 

Llegué al portal y no recordaba el piso, ni la letra. Le di a cuatro o cinco botones sin que nadie contestara. De repente se me pasó por la cabeza: “Chica, tú no eres la salvadora del mundo. ¿Por qué crees que eres tú la que tiene que venir a hablar con este hombre que nunca ha querido saber nada de Dios? Estás triste y cansada y no te abren. Vete a casa”. Esa fue más o menos la conversación que tuve conmigo misma ante el portal de la casa. Pero mi conciencia no me dejaba tranquila. No podía hacer oídos sordos a una necesidad que era real, por eso dije: “Señor, no quiero, no me veo capaz, pero si tú quieres que sea yo quien hable al señor Alfonso, te pido que me abran esta vez y si no, me iré a casa sin sentirme culpable.”

Volví a tocar un botón del portero automático y de repente sonó la voz de mi amigo Jorge: “¿Sí?” El corazón comenzó a latirme a cien por hora. Dios me quería allí aquella tarde de junio.

Cuando entré en la casa el panorama que me encontré fue sobrecogedor. El padre de Jorge estaba en la cama gritando. Su madre, sentada en una silla al lado de la cama, le miraba con cara de desesperación sin saber qué hacer. El hijo estaba en el comedor intentando huir de la situación. 

Yo me senté en la cama del señor Alfonso, le cogí la mano y comencé a hablarle suavemente, pero con firmeza, sin rodeos ni florituras, porque no quedaba tiempo. No había ya oportunidad para levantar un puente y crear una relación orgánica de la que surgiera la oportunidad de compartir el evangelio. No había tiempo que perder.

Se nota cuando Dios ha trabajado la tierra y la semilla entra poco a poco, pero en profundidad. No era la primera vez que hablaba de Dios con esta familia, pero es cierto que este hombre nunca había mostrado más que el respeto que demanda una buena educación. Sin embargo esa tarde, el Espíritu de Dios fue obrando en este hombre mientras yo compartía con él el amor que Dios nos había mostrado al enviar a su Hijo para morir por nosotros en la cruz y llevar sobre sí mismo el castigo que merecíamos nosotros, despreciables pecadores que vivíamos la vida dándole la espalda. Seguí explicándole cómo a través de su sacrificio nos abría las puertas del cielo y nos prometía que si le aceptábamos como nuestro Señor y Salvador estaríamos toda una eternidad a su lado. Mientras escuchaba, podía ver en los ojos de este hombre el brillo de la esperanza, un regalo de fe que Dios hizo, una vez más a última hora, como al ladrón en la cruz. Y de esta forma, un hombre que nunca había mostrado el más mínimo interés en Diosentregó su vida a Jesucristo allí mismo, tendido en su cama, sosteniendo mi mano mientras nos escuchaban su hijo y su mujer. No dudó lo más mínimo cuando le pregunté después de casi dos horas de conversación, o de explicación más bien, si quería pedir perdón a Dios por sus pecados y aceptar a Jesús como su Señor y Salvador. Hicimos una oración simple, sencilla, y una calma inexplicable inundó la vida de este moribundo.

Ahora, tengo que confesar que de la misma manera que Dios le regaló una fe sobrenatural al señor Alfonso en estos momentos, en mi mente y corazón yo tenía muchas dudas. No dudas de que Dios pudiera salvar a alguien en sus últimos momentos de vida, sino dudas de que de verdad esté hombre hubiera creído y no fuera solo una especie de estrategia para salir de su desesperación. “¡Tan torpe era yo que no creía…!

Hablamos un poco de la situación que tenía la familia en aquellos momentos. Jorge trabajaba en un pueblo a una hora y media de casa y esta pareja mayor pasaba la mañana sola hasta que el hijo llegaba cerca de las cinco de la tarde. Una persona venía a bañar y preparar al Señor Alfonso a las 9 de la mañana y, como su mujer estaba en muy malas condiciones, no podía siquiera darle de comer y tenía que esperar a que llegara su hijo a mitad de la tarde para alimentarle. No podía mirar a otro lado. De repente me di cuenta del privilegio con el que yo había contado al tener a mi lado a mi familia y a la de mi hermano para cuidar a mi madre. Este chico estaba solo y era muy difícil. Además, por la falta de movilidad ya comenzaban a salirle escaras al enfermo en los pies y en la espalda. Conociendo a mi cuñada, una mujer servicial y misericordiosa, que había sido buena amiga de Jorge, le pedí que me ayudara a cuidar de esta familia. De esta forma decidimos que ella iría todos los días a las 11:30 para mover al señor Alfonso y que no estuviera en la misma posición en la que le dejaba la mujer que le aseaba y yo iría a las 14:00 para darle de comer. 

Sabíamos que esto solo iba a durar unos pocos días, pero la misericordia de Dios lo alargó a dos semanas. Durante estas dos semanas Dios me permitió vivir el mayor milagro que he presenciado en mi vida.

COMPANION

Continuará…

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