Señor, ¿qué quieres que haga?

Bajo las escaleras, como cada día. Voy a trabajar. De repente, siento un fuerte dolor en el pecho. Me paro un instante. “Será un poco de flato”, pienso. Pero el dolor no desaparece. Voy a ver a mis primeras clientas. Todavía estoy cerca de casa. El dolor es fuerte y empiezo a tener miedo. Volveré a casa para que Conchi, mi mujer, me acompañe.

El lunes es día de cobro. Como todo el mundo, vamos justos de dinero. Hay que cobrar, hay que vivir, tengo pagos que hacer y no puedo dejar de cobrar. Así que a pesar de que mi mujer está empeñada en que vayamos a urgencias, me niego: “¡por lo menos nos tienen allí cuatro horas!”, argumento.

Vamos trabajando juntos y a pesar de que voy con dificultades, parece que aguanto. Dos horas después el dolor va desapareciendo. Parece que todo se quedó en el susto. ¡Gracias a Dios! Por la tarde voy a trabajar yo solo tranquilamente.

Después de un buen descanso, un nuevo día. Por la misericordia de Dios, puedo iniciar el trabajo sin contratiempos. Al bajar la escalera, de nuevo el inoportuno dolor. Ya no puedo dejarlo pasar más. Vamos a urgencias. El día ya no es tan conflictivo como ayer así que puedo permitirme estar un buen rato en urgencias.

Después de las primeras preguntas y las primeras exploraciones, los médicos tienen claro cuál es el problema. Tres médicos, uno tras otro y después de dos horas de pruebas, tienen el mismo diagnóstico:

- ¿Sabe lo que tiene?

- Pues no - les contesto.

- Es una angina de pecho.

- ¿Qué?- lo esperado ocurrió- Pero si yo no fumo, ni bebo, y hago mucho ejercicio.

- A pesar de todo eso, el diagnóstico no deja lugar a dudas. Queda usted ingresado.

Es curiosa la complejidad de la mente humana y la realidad de las dos naturalezas del creyente (Romanos 8 y Gálatas 5:16-26). La mentalidad de la sociedad nos va envolviendo y llevando: lo importante es el dinero, el trabajo. Hay que luchar para salir adelante. Y de repente, todo el ajetreo del día se transforma en un momento de paz, una paz profunda: “mi vida está en tus manos, Señor”.

Ya no tengo prisa. El Señor tiene otros propósitos para mí y estoy dispuesto a que se hagan realidad en mi vida.

Pasan los días y soy dado de alta. Tengo que esperar a que me hagan un catéter en Bellvitge. Gracias a Dios me lo hacen mucho antes de lo previsto. La lesión en el corazón es bastante más grave de lo que parecía al principio. Dos horas y media de intervención. Tenía tres arterias obstruidas: una al 95%, otra al 70% y la tercera reviste de menor importancia. Las tres pueden ser abiertas. Dentro de dos de ellas me ponen una malla metálica para ensanchar las arterias. Voy tranquilo a la operación y gracias a Dios todo sale bien. Ahora queda una lenta recuperación. La lucha interna no ha hecho nada más que empezar.

Los médicos, la familia, los hermanos y las amistades repiten machaconamente los sabios consejos de: “tómatelo con calma; ten cuidado; vida tranquila y nada de esfuerzos”. Está claro que hay que cambiar de vida y para ello hay que empezar por lo más difícil: cambiar de mentalidad, cambiar la forma de ver la vida. Hay que tomar decisiones. Algunas son importantes y, por qué no decirlo, humanamente dolorosas. Tenemos que reducir gastos. Tenemos que dejar cosas. A pesar de que sabemos que “nada hemos traído a este mundo y sin duda nada podremos sacar” (1ª Timoteo 6:7), duele. La utilidad de esas cosas, incluso para el ministerio y el apego de nuestra alma a ellas, así como la seguridad de futuro que puedan significar, hace que nos cueste desprendernos de ellas. 

Pero queremos hacer la voluntad del Señor y que Él nos guíe y dé sabiduría para hacer posible que sus propósitos se cumplan en nuestras vidas. Y estamos seguros de que, como siempre ha hecho, seguirá guiándonos conforme a sus promesas. No tenemos prisa en tomar decisiones. Nos tomamos un tiempo para orar y que el Señor vaya mostrando lo que debemos hacer. Estamos dispuestos a seguir su dirección, sea la que sea. 

Pero, ¿cómo va a mostrarnos el Señor, de tal manera que estemos seguros, que las decisiones que tomemos son su voluntad para nosotros?

Primero tenemos la oración. Si con corazón sincero pedimos al Señor su guía, podemos estar seguros de que nos la va a dar (Santiago 1:5, Prov. 4:5, Salmo 37:5).

¿De qué otra manera nos va a guiar el Señor?

Sin duda, primero nos va a hablar por su Palabra.

Tenemos también la palabra profética más segura, a la cual hacéis bien en estar atentos, como una antorcha que alumbra en lugar oscuro…” (2ª Pedro 1:19).

¿Qué dice su Palabra?

No os afanéis, pues, diciendo: qué comeremos, o qué beberemos, o qué vestiremos’… Vuestro Padre celestial sabe que tenéis necesidad de todas estas cosas. Mas buscad primeramente el reino de Dios y su justicia y todas estas cosas os serán añadidas.” (Mateo 6:31-34).

“Gran ganancia es la piedad acompañada de contentamiento; porque nada hemos traído a este mundo, y sin duda, nada podremos sacar. Así que, teniendo sustento y abrigo, estemos contentos con esto.” (1ª Timoteo 6:6-8).

En su Palabra también tenemos instrucciones en cuanto a todos los factores de nuestra vida: la espiritual, la familiar, la eclesial, la laboral y la social. Todas ellas las conocemos y deben ser, en primer lugar, la base de nuestras decisiones. Nunca podemos pretender que el Señor nos vaya a guiar a algo que va en contra de los principios bíblicos inspirados por el Espíritu Santo, que es el que nos guía a la verdad. Con la Palabra de Dios ya tenemos una base amplia para tomar decisiones correctas. Por ejemplo, está bien claro que las decisiones guiadas por el Señor no van a ir por dejar a mi esposa, o abandonar mis responsabilidades como padre, o laborales u otras responsabilidades. Necesariamente, la dirección a seguir es más compleja, pero más sabia. Los hermanos, especialmente los más maduros en la fe, si conocen los diferentes aspectos de nuestra situación, al verlos desde fuera, tienen una perspectiva más amplia y sin duda nos pueden aconsejar sabiamente.

También, si realmente nuestro deseo y nuestra visión es la de, con toda sinceridad, seguir todos los pasos anteriores, sin duda el Señor va a utilizar las diferentes circunstancias para guiarnos a las decisiones correctas y evitar que tomemos caminos equivocados. Por ejemplo, si pensamos que la solución es un cambio de trabajo y no encontramos durante mucho tiempo ningún otro, Dios está cerrando la puerta a esa posibilidad. Si queremos vender el piso y nadie lo compra, o si se vende rápidamente, el Señor está obrando. Igualmente, Dios va cerrando o abriendo puertas de tal manera que nosotros sepamos que Él está detrás de las decisiones que vayamos tomando.

Y por último, el Señor trae paz al corazón cuando las decisiones son guiadas por Él. Si renunciamos a nuestros gustos y preferencias, deseamos de verdad hacer la voluntad de Dios, Él trae gozo y paz a nuestro corazón. Si no lo hay, si tenemos dudas e inquietud, no tomemos esa decisión hasta no tener la convicción de que viene de parte del Señor.

Hace tiempo que el Señor me guió a dejar el trabajo poco a poco y, a pesar de que mi ritmo de vida cambió radicalmente, Él siempre ha sido fiel para proveer para todas nuestras necesidades. Y aquí estamos, esperando y confiando en el Señor todavía. Seguros de que Él sigue guiándonos a toda buena obra, pero conscientes de nuestra torpeza y debilidad.

Mientras, podemos decir como Pablo:

Con toda confianza… Será magnificado Cristo en mi cuerpo, o por vida o por muerte. Porque para mí el vivir es Cristo y el morir es ganancia.” (Filipenses 1:20-21)  y “ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí, y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí.” (Gálatas 2:20).

Agustín Vaquero