Nuevas cada mañana
Empujo la puerta de metal, enciendo la luz y subo las escaleras de madera. Me encanta el sonido de la madera que cruje cuando la piso. La siguiente puerta está cerrada y entonces llamo al timbre y, mientras espero a que mi abuela venga abrirme, leo la placa que hay en la parte inferior de la puerta.
Como cada tarde, vengo con mi madre y mis hermanos a visitar a mis abuelos. Desde que salí del colegio ya llevo pensando en la merienda que me va a poner mi abuela: una buena rebanada de colón, con mantequilla y cola-cao. Mientras sigo pensando en la merienda, veo que mi abuela gira la llave y me abre, lo primero que le digo al saludarla es que tengo hambre. Estoy segura que en cuestión de minutos estaré disfrutando de esa maravillosa merienda. Sigo subiendo y llego ya al segundo piso que es, en realidad, donde hacen vida mis abuelos. Al final del pasillo, está la pequeña sala de estar. Allí sentado en el sofá está mi abuelo con su bata, tapado con las faldillas y disfrutando del calorcito del brasero. Entro en el salón, saludo a mi abuelo, me siento a su lado y miro a mi alrededor. Me encantan las fotos que tienen encima de la televisión. Aunque me da un poco de vergüenza escuchar mi propia voz, la foto que más me gusta es una de mis hermanos y yo en un parque en Estados Unidos que está en un marco con grabadora y altavoz. Si presionas el botón escucharás dos vocecitas que dicen: “¡Hola, soy Ruthy! ¡Y yo Alan! Os queremos mucho yayos”.
Por fin, mi abuela me trae la merienda. ¡Qué rica está! Mi abuelo y yo nos ponemos a hablar. Le doy la noticia de que pronto iré de excursión a Alba de Tormes. Me empieza a contar que tiene familia allí y también me cuenta alguna anécdota. Luego, la cosa se pone más profunda y me habla de las poesías de Santa Teresa de Jesús. Me dice que esa mujer debía realmente conocer a Dios. Da igual de lo que me hable mi abuelo, me encanta escucharle.
Entonces, mi abuela me dice que vaya a la cocina, que ya han llegado las cigüeñas y se las puede ver muy bien desde la ventana de la cocina. Así que en cuanto termino de merendar, voy a la cocina, me pongo al lado de los fogones y de la nevera y miro por la ventana. Allí, en lo alto de la torre de la iglesia, veo a dos cigüeñas en su nido dando lugar a una imagen que se repite año tras año en el mes de febrero desde que tengo memoria.
Estos son algunos de los recuerdos que tengo de mi infancia y de mis abuelos y ahora, en estos momentos de incertidumbre, me vienen mucho a la memoria. Son recuerdos de un momento de mi vida en el que prácticamente no tenía preocupaciones y de un lugar donde me sentía segura y donde podía disfrutar de la protección y el afecto de mis abuelos. El hecho de que cada año en febrero pudiese ver ese mismo nido ocupado por una pareja de cigüeñas me hace pensar en el cuidado y la fidelidad de Dios, que cada mañana (mucho mejor que cada año) renueva sus misericordias.
Dice Lamentaciones 3:21-23:
Esto traigo a mi corazón,
por esto tengo esperanza:
Que las misericordias del Señor jamás terminan,
pues nunca fallan sus bondades;
son nuevas cada mañana;
¡grande es tu fidelidad!
Tengo el privilegio de haber visto en la vida de mis abuelos la fidelidad de Dios. Sus vidas, aunque no eran perfectas, me mostraron la esperanza que hay en Dios. El tiempo que disfrutaba con ellos por las tardes o cuando me quedaba a pasar el fin de semana en su casa ahora me hace pensar en mi verdadero “hogar”: un lugar donde sentir el amor de Dios y donde encontrar protección y seguridad. Debo recalcar de nuevo que mis abuelos no lo hacían todo bien. Sin embargo, yo podía sentir paz y amor cuando estaba con ellos porque habían confiado en aquel cuya misericordia, bondad y fidelidad son perfectas e infinitas. Y ahora, siguiendo su ejemplo, puedo sentir esa sensación de protección y seguridad, aún en medio de una pandemia mundial, porque confío en ese mismo Dios que envió a su hijo a morir por mí y que sé que nunca me abandonará, ya que sus misericordias son nuevas cada mañana.
Ruth Cook