La Señora Ángela

Redes.jpg

La señora Ángela se había quedado viuda muy pronto. Su único hijo Antonio, murió también joven de un infarto al corazón cuando solo tenía 40 años. Aunque tenía dos nietas, su relación con la familia de su hijo no era muy estrecha, por eso una vez que Antonio se fue, solo recibía visitas esporádicas de las nietas. A pesar de eso, era una mujer de tierno corazón. Se veía en sus ojos una tristeza profunda que no dejaba salir al exterior para que no la controlara del todo, pero que se dejaba entrever a través de la tímida sonrisa que siempre presidía su cara.

Yo la conocí después de que su sobrino Jorge se acercara a Dios, tras escuchar de su amor en unas convivencias cristianas que tuvieron lugar en la ciudad. El muchacho se esforzó mucho por llevar el evangelio a su familia, esperando que pudieran encontrar el consuelo que él sentía en esos momentos. 

Varios días nos llevó a mí y a otros a visitar a sus padres y a su tía para compartir con ellos la esperanza que nosotros teníamos. 

Sus padres eran una pareja mayor muy respetuosa, pero sobre los que parecían resbalar nuestras palabras como la lluvia en las ventanas. Su tía, sin embargo, escuchaba todo con cuidado. Deseosa de poder creer en el amor de un Dios que había dado la vida para que ella supiera que era amada, y que había una vida mucho mejor que esta después de la muerte. Aun así, se podía ver la lucha en su corazón: ”¿Cómo podía haber un Dios que la amaba si había perdido ya lo que más quería: a su marido y a su hijo? 

Cada año, una preciosa mujer de nuestra iglesia le llevaba el famoso calendario de taco, que tiene un versículo con una pequeña meditación para cada día, y cada vez la mujer lo recibía con gozo y lo devoraba, esperando encontrar consuelo y esperanza. Así pasaron muchos años, entre lecturas y oraciones esporádicas, sin que nada más tuviera lugar, aparentemente, en la vida de esta mujer.

Con el tiempo, su salud se fue deteriorando y para que no estuviera sola, la llevaron a una residencia donde podía ser cuidada como necesitaba. Allí también la visitamos de vez en cuando. La mujer que le llevaba el calendario iba con frecuencia y yo la acompañé varias veces. Siempre eran visitas agradables. Era un placer ver el gozo y el agradecimiento en la cara de Ángela cuando íbamos a verla. Nos sentábamos a escuchar cómo era su vida allí y luego seguíamos compartiendo las buenas noticias del evangelio de Jesús. Siempre hubo receptividad, pero nunca tuvimos claro lo que había entendido o no. 

Años después, mi madre enfermó gravemente y todo mi enfoque pasó a cuidar de ella. No volví a pensar en esta preciosa mujer porque tenía otras cosas entre manos. Sin embargo, como pasábamos muchas temporadas en el hospital, en uno de esos ingresos inesperados, nos volvimos a encontrar casualmente con la señora Ángela.

Mi madre había tenido un accidente vascular y su cabeza no era ya lo que había sido. Una noche se nos puso muy malita y tuvimos que acudir a urgencias. Allí nos dijeron que tenía neumonía y que había que dejarla ingresada, así que a las tres o cuatro de la mañana, nos llevaron a una habitación en la planta cuarta del hospital. Medio a oscuras, colocaron a mi madre en la cama más cercana a la puerta. Aunque por la poca luz y el cansancio que nos embargaba a esas horas de la noche a penas podíamos distinguir las caras, vimos que había una señora mayor en la otra cama y una joven que la velaba. La enfermera y la auxiliar terminaron de acomodar a mi madre y apagaron la luz. Dimos las buenas noches a las personas que ocupaban la habitación y nos dispusimos a pasar el resto de la noche de la mejor manera posible.

Cuál fue mi sorpresa cuando al despuntar el día, con la luz que comenzaba a entrar en la habitación, me di cuenta de que la mujer que ocupaba la otra cama era la señora Ángela. ¡Qué casualidad!, (si las hubiera). Enseguida me puse a hablar con la nieta, que me contó que su abuela había sufrido un ictus y que no podía hablar, ni a penas moverse. Se me cayó el alma al ver, después de tanto tiempo, a esta mujer en tales condiciones. 

Pasó el médico y nos pidió a las acompañantes que saliéramos. Pocos minutos más tarde, salió la enfermera y le pidió a la nieta de la señora Ángela que entrara. Allí, delante de la enferma, le explicó que no se podía hacer nada por ella. Que era una cuestión de esperar a ver qué pasaba, pero que no pintaba bien. Poco después me pidió que entrara y me explicó la circunstancia en la que estaba mi madre: iban a ponerle antibiótico y a esperar que hiciera efecto contra la neumonía.

Cuando el médico se fue, vi que la señora Ángela había entrado en pánico, gemía angustiosamente, sin poder articular palabra, pero con un movimiento constante que acompañaba el terror de sus ojos. “¿Qué ha pasado?”, le pregunté a su nieta. Ella me contó lo que había dicho el médico. Comprendí que la pobre mujer había escuchado su sentencia de muerte sin que nadie la hubiera tenido en cuenta, como si simplemente se tratara de un animalito enfermo que esperamos que sufra lo menos posible.

Pedí permiso a su nieta para orar por ella y por la abuela, desesperada ante el panorama que tenía delante, y me lo dio.

Me acerqué a la señora Ángela. Creo que me reconoció de inmediato. Lo pude ver en sus ojos suplicantes que se me clavaron en el alma. Era una mirada que suplicaba auxilio. La cogí de la mano y comencé a hablarle con dulzura, al tiempo que acariciaba su cara. Le recordé que ella había leído mucho sobre las promesas de Dios de vida eterna para los que creen en Jesús. Le dije que era el momento de decidir si iba a creer a Dios o no. Le expliqué que todos somos pecadores, nadie es perfectamente santo como Dios, por eso la sola idea de enfrentarnos a la muerte nos aterra. Incluso los que creen que no hay nada después tienen miedo de desaparecer en la nada, y mucho más miedo si piensas que serás juzgado por lo que hiciste aquí. Le hablé del amor de Dios en Cristo Jesús, que llevó el castigo de nuestros pecados para ofrecer perdón y salvación a todo el que le acepte como Señor y Salvador. Era algo de lo que ella llevaba años leyendo. Le pregunté si quería aceptar a Jesús y su regalo de vida en ese momento y, entre gemidos, dijo que sí con la cabeza.

Entonces cogí su mano y oré por y con ella. Mientras oraba en alto delante de su nieta, la señora Ángela se iba calmando y su gemido angustioso cesó mientras se entregaba en los brazos de su Salvador. La nieta me miraba desde el otro lado de la cama con cara despavorida, sin tener ni idea de lo que estaba pasando, pero sin poder tampoco negar que algo inexplicable estaba ocurriendo delante de nuestros ojos. 

Cuando dije amén, una enfermera entró en la habitación y al ver que yo la tenía cogida de la mano, me preguntó si era de la familia, le dije que no, que yo era la acompañante de la señora de la cama de al lado. Miró a la señora Ángela e inmediatamente me echó de la habitación y corrió las cortinas para que mi madre no viera lo que ocurría. Pulsó el timbre y al poco rato la habitación se llenó de enfermeras y auxiliares con una máquina de hacer electros.

Solo pasaron unos minutos y salió la nieta para informarme de que había fallecido. Yo estaba en el pasillo hablando con una amiga que acababa de llegar para visitar a mi madre, cuando la nieta de la señor Ángela se me acercó y me dijo: “Gracias por ayudar a mi abuela a partir en paz”.

Tengo que confesar que no fui yo. Reconozco que Dios nos llevó a esa habitación aquella noche, de una forma providencial, como tantas otras veces. Tengo que reconocer, que algo sobrenatural ocurrió allí delante de mí y de esa joven que cuidaba a su abuela. Yo solo fui una herramienta, pero vi a Dios obrar trayendo convicción y esperanza a un alma atribulada. Y vi mucho más que eso, vi a una hija de Dios siendo convencida, al mismo tiempo, de que el evangelio es poder de Dios para salvación a todo aquel que cree, y de que nunca es demasiado tarde, mientras haya vida.

COMPANION

*Los nombres de las personas incluidas en este relato han sido cambiados para guardar la privacidad de las mismas.