La mujer en la silla de ruedas

Serie Historias de Fe y Esperanza. Historia 1.

Hace aproximadamente un año, mi hijo pequeño tuvo fiebre y le salieron unos ganglios muy extraños en el cuello. El médico de cabecera nos envió a urgencias a Salamanca para que le hicieran unos análisis lo antes posible.  

Cogimos el coche y, mientras mi marido llevaba a otro de nuestros hijos a urgencias oftalmológicas, yo me quedé con el pequeño en la sala de espera de urgencias del hospital.

Llevábamos allí un largo rato cuando comenzamos a oír un lamento que provenía del otro extremo de la sala. Era una habitación grande, yo diría que para cien personas, con muchas sillas distribuidas alrededor y en filas. Todo el mundo miraba hacia el rincón del que provenía el ruido. No sabíamos si era una mujer o un niño, pero los sollozos y quejidos inundaban la sala y según subía la intensidad de los mismos, se iba haciendo silencio alrededor, porque todos los que allí se encontraban querían averiguar qué estaba pasando. Finalmente nos llamaron a la sala de triaje donde hicieron a mi hijo la primera exploración. Al pasar por el extremo de la sala, miré a mi izquierda y pude ver de dónde venía todo ese llanto. Era una señora mayor, de más de 80 años, sentada en una silla de ruedas, con un hombre mayor que parecía su esposo a un lado de la silla y otro más joven al otro lado. Se me conmovió al corazón al ver una estampa tan triste.

Después de la primera revisión, nos enviaron de nuevo a la sala a esperar al especialista, y los resultados de la analítica que acababan de hacerle a mi hijo. Al entrar de nuevo en urgencias, comprobé que la señora que lloraba con desconsuelo seguía ahí en la silla. Su marido y su hijo miraban para otro lado con cara de impotencia y de vergüenza a la vez. El sonido de las voces en la sala había subido ahora que la gente se había acostumbrado a los lamentos. Ya no había desconcierto, se trataba de una pobre anciana asustada llorando en un rincón.

Mi hijo y yo volvimos a sentarnos en el mismo sitio. Aunque desde allí no podía ver a la mujer, no podía ignorar sus quejidos. Entonces le pregunté a mi hijo: Hijo, si Jesús estuviera aquí, ¿qué crees que haría? Él me dijo que seguramente se acercaría a esa señora y la sanaría. Yo le dije que Jesús no estaba ahí, pero que estábamos nosotros, y que Dios nos tenía en este mundo para ser sus manos y sus pies.

A mi hijo se le puso la cara roja, seguramente estaba pensando: “Mi madre va a avergonzarme otra vez.” 

Pero yo no podía más, tenía un fuego ardiéndome por dentro, me sentía egoísta e hipócrita y no pude por menos que levantarme y decirle: Voy a orar por ella.

Me acerqué al rincón donde estaba la mujer sentada en la silla de ruedas, me agaché, le cogí la mano y le dije: “¿Por qué llora?”

La mujer levantó la cabeza y me miró con cara suplicante. Para mi sorpresa, en ese momento la atención de todos los que estaban en la sala se dirigió hacia nosotros y se hizo silencio. Mi corazón palpitaba desenfrenadamente. La mujer me apretó la mano. “¿Puedo ayudarla?”, le pregunté. De repente, sin darme tiempo a reaccionar, el joven a su lado, que no estaba muy contento de tener todas las miradas de la habitación dirigiéndose hacia él, agarró la silla y sacó a su madre de la sala de urgencias.

Yo volví cabizbaja a mi asiento, y le dije a mi hijo: “Lo he intentado, pero no he podido”. Seguía sintiendo mucha pena por esa pobre mujer y rogué a Dios por ella.

Después de más de una hora, nos llamaron para entrar de nuevo a consulta y recoger los resultados de la analítica. “Mononucleosis”, nos dijeron. “Debe hacer reposo”. Después de varias aclaraciones más nos dijeron que podíamos irnos. 

Íbamos a salir para casa cuando vi que la mujer de la silla estaba en un rincón del pasillo con los dos hombres que me acompañaban.

Esta vez no lo pensé. Salí corriendo, volví a arrodillarme ante ella, le cogí las manos y le pregunté si tenía mucho dolor. Me dijo que no, que tenía mucho miedo. Me contó que vivía en un pueblecito con su marido. Se había puesto muy malita y su hijo los había traído al hospital a ella y a su marido. No esperaban buenas noticias. Me produjo una tristeza inmensa oír esas palabras. Le pregunté si creía en Dios y a la mujer se le iluminó la cara, me apretó las manos y esbozó una sonrisa: “Siempre he creído en Dios”, me dijo. Entonces le dije que aunque estaba sufriendo debía saber que no estaba sola. En pocas palabras y delante de su marido que me miraba despavorido, le expliqué que Dios la amaba y que si clamaba a Él, Dios la ayudaría. Le expliqué que Dios nos ama tanto que para que pudiéramos estar cerca de Él y ser oídos, envió a su Hijo Jesús a morir en una cruz por nosotros para que pudiéramos ser perdonados. Que Dios me había pedido que me acercara a ella para decirle que también la amaba a ella y quería consolarla.

Le pregunté si podía orar por ella y me dijo que sí.  Puse una mano sobre su hombro y con la otra le agarré la mano mientras pedía a mi Padre que consolara a esa mujer, que la ayudara a entender el amor de Cristo demostrado en la cruz, muriendo por sus pecados. Pedí por su marido y su hijo.

Cuando me levanté, la mujer tenía una sonrisa enorme en su boca y con lágrimas en los ojos, no paraba de decir: “Gracias, gracias, gracias, hija mía, ¿cómo podré agradecértelo?”

Levanté la vista y al mirar a su marido, me di cuenta de que lloraba con tal intensidad que no sabía qué hacer. Se abrazó a mí y me dijo: “Gracias, es verdad que Dios te ha enviado hoy a nosotros.”

Mientras tanto, el hijo que parecía bastante avergonzado, se había alejado de donde estábamos y nos daba la espalda. 

Llegó mi marido con mi otro hijo, me despedí de esa pareja prometiendo que seguiría orando por ellos y salimos del hospital.

Ese día me embargaban un montón de sentimientos. Por una parte sentía satisfacción por haber podido obedecer lo que sentía que Dios me estaba pidiendo, y por ver el fruto de paz en esa pobre pareja.

Por otra parte me sentía avergonzada por mi falta de fe, por el temor que me frenaba a acercarme a una persona sufriendo por miedo a lo que pudiera pensar la gente de esa sala cuando me oyeran decirle que Dios la amaba. Pero también me di cuenta de que el Evangelio es poder de Dios para salvación.

No estoy diciendo que Dios nos llame a acercarnos a cualquier extraño en cualquier circunstancia y a orar con él. Lo que creo es que tenemos que estar escuchando cuidadosamente la voz de Dios para saber qué quiere Él que hagamos en cualquier circunstancia.

Nuestro privilegio y responsabilidad es llevar el evangelio allí donde haya un necesitado. Si somos valientes, y tenemos fe, veremos la gloria de Dios, como yo la vi en esa pareja de ancianos. Es todo una cuestión de fe. “Creo, ayuda mi incredulidad”.

COMPANION

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