El Señor Andrés
Aún hoy me parece escuchar el repiqueteo del martillo golpeando sobre la bigornia de hierro desgastada en la que mi padre solía reparar las suelas y las tapas que le llegaban a la zapatería.
Eran otros tiempos aquellos. La gente sentía más respeto por sus enseres, porque la escasez hace de lo insignificante un tesoro valiosísimo. Esa era la razón por la que un zapato no se descartaba por el simple hecho de tener un agujero en la suela, y por la que ser zapatero era una profesión humilde, pero muy solicitada.
Mi padre era el zapatero del barrio de San Juan y su pequeño taller de trabajo hacía las veces de ágora griega donde vecinos y amigos descargaban sus penas y alegrías, compartiendo unos minutos de complicidad mientras el señor Andrés seguía insistentemente golpeando con su martillo los clavos reparadores.
A veces los chiquillos del barrio, traviesos y, en ocasiones descarados, se asomaban a la puerta de doble hoja que siempre permanecía medio abierta, y soltaban a coro un: “zapatero remendón…” con aire provocativo, a la par que mi padre les lanzaba algún que otro zapato viejo que solía rebotar contra la puerta, provocando un ruido atroz que hacía a los jóvenes huir despavoridos. Un día mi padre perdió la puntería y acertó a dar de lleno a uno de aquellos muchachos, asestándole tan duro golpe, que el chiquillo se cayó al suelo delante de la zapatería y tuvo que ser asistido allí mimo. Su madre, la señora Juana, una mujer de gran corpulencia y de alma claramente honesta, cuando se enteró, se acercó a la zapatería con el chico de la mano para hablar con mi padre. Al descubrir lo ocurrido, echó tal reprimenda al muchacho por insultar al respetado zapatero, que creo que al chico le dolió más aquello que el golpe recibido en la cara. Lo cierto es que mi padre se disculpó porque nunca tomó en serio las palabras de los muchachos, sino que más bien con aquello del lanzamiento de zapatos, lo que pretendía era ser partícipe de sus travesuras. De cualquier forma, mi padre nunca más se atrevió a lanzar zapatos contra los chicos por miedo a que un mal viento desviara la trayectoria del proyectil y volviera a repetirse tan poco deseado incidente.
Los clientes de mi padre eran de lo más variopintos. Recuerdo mucho las historias que nos contaba de la señora “Sancha”. Cualquiera que no la conociera, habría pensado que aquella mujer era un ángel, pero la verdad es que podía, en razón de segundos, consumir la paciencia de cualquier santo Job que se preciara. Sus zapatos siempre debían ser los primeros que se arreglaran y nunca aceptaba un no por respuesta. Eso sí, mantenía la calma fueran cuales fueran las circunstancias y, aunque mi padre levantara la voz para hacerse oír: “¡Que no, que para mañana no puedo tenérselos!”, ella seguía insistiendo como si no hubiera oído nada: “Usted tranquilo, que yo mañana vengo a por ellos; eso sí, vendré a primera hora, porque me hacen falta para la tarde”.
Cuando mis ocupaciones de niña me dejaban, a mí me gustaba sentarme en una tajuela pequeñita allí, al lado de mi padre, para observar con cuidado el laborioso trabajo de componer zapatos. Era como un rompecabezas: dibujar, cortar y ensartar pieza por pieza hasta acabar la obra. Me gustaba ver a mi padre hacer la pez; usar la lezna y la aguja para coser en ambas direcciones; oír los golpes del martillo y, en ocasiones, verle meter un zapato a la máquina de coser, una máquina rústica especial para coser cuero. Todo ello me entusiasmaba. Creo que de niña tenía alma de zapatera.
Mi padre siempre quiso enseñar tan noble oficio a sus hijos y no sé si mis hermanos tenían o no inclinación hacia este trabajo, pero recuerdo que a mí me encantaba hacer bolsos, cinturones y zapatillas. Cuando hice mi primer par de zapatos (en realidad eran unas sandalias de piel rosa) y se las enseñé a mi padre, creo que se sintió orgulloso de tener otro zapatero en la familia. Bajo su dirección hice varios bolsos que pude usar durante años. Un bolso de piel era una pieza valiosa que no todo el mundo podía conseguir. Pero lo más importante era la satisfacción de tener algo hecho por mí misma.
La vida enfrascó a mi padre en una enfermedad que le impidió continuar con su oficio, pero estoy segura de que se sintió orgulloso de haber sido zapatero.
En esos tiempos en que tenía su zapatería abierta al público, siempre declaró ser ateo, sin embargo, cuando la misericordia de Dios alcanzó el alma de un pariente con el que no se llevaba bien y vio la descomunal transformación que había acaecido en esta persona, no pudo negar la evidencia: algo tenía que haber, si no, no era posible que esta persona hubiera cambiado tanto. Eso abrió su mente y su alma, hasta entonces cerradas, a la posibilidad de que Dios existiera. Y no sin luchar, acabó rindiendo su vida y su corazón al Dios que había ignorado anteriormente. La luz y el amor de Dios alcanzaron a toda la familia, llevándola a lo largo de los años por un rumbo nuevo que desembocó en una vida de entrega a Dios y a su pueblo como pastor, no precisamente de ovejas, sino como pastor de la nueva iglesia que Dios permitió que resurgiera en nuestra ciudad.
La fe que abrazó entonces, le acompañó toda su vida y fue la que le sostuvo en los largos años de lucha contra la enfermedad. En medio del dolor y el sufrimiento, nunca perdió la esperanza en ese Dios que le había salvado y le esperaba paciente en la otra vida.
Creo que fueron precisamente las conversaciones que tenían lugar en su taller de reparaciones, las que dotaron a mi padre de un don especial para contar historias; un don de comunicador que te hacía poder estar escuchándole ensimismado durante horas; un don que tan pronto te hacía llorar, como reír. Y es que Dios nos conoce y nos llama desde que estamos en el vientre de nuestra madre y nos prepara a lo largo de la vida poniendo personas y circunstancias que necesitamos para abrir nuestros ojos y llevarnos a Él. Y es a través de estas situaciones que nos va preparando para que podamos llevar a cabo las obras que ya nos ha preparado de antemano para que andemos en ellas.
Mi padre ya está en casa con mi madre. Siempre habló del cielo como una realidad admirable. Y algo nos dejó muy claro, que su esperanza de descansar un día en paz no venía de que él fuera una buena persona, (nunca nos escondió sus faltas), sino de Aquel en quien había depositado su fe, del Señor Jesucristo, su Señor y Salvador. Fue Él, a quien un día entregó su corazón, quien fue completando la obra en su vida, hasta llevarle a la morada eterna.
No tengo la menor duda de que volveré a verle, con su bigote recortado, con sus chistes; sin los terribles signos de la enfermedad que fue deformando su cuerpo y, ¿quién sabe?, tal vez acompañando los cantos de los ángeles con el repiqueteo del martillo y la bigornia.
Adaptado de “Zapatos para los ángeles”, escrito en julio del 2000 a los pocos días de la partida de mi padre, hace 20 años.
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